jueves, 17 de noviembre de 2011

Biopiratería y patentes medicinales

Telam
 
 
Se trata de una actividad en pleno ascenso. Los laboratorios internacionales destacan investigadores en países del Tercer Mundo para recoger muestras de especies —fundamentalmente vegetales— cuyas propiedades ya son conocidas desde hace siglos. Luego las patentan como medicamentos y cobran regalías. La práctica se ha convertido en un arma de presión comercial que apunta contra todos nosotros.
El sitio biopirateria.org define a la biopiratería como “El acceso a y uso irregular o ilegal de componentes de la biodiversidad —recursos biológicos y genéticos— y de los conocimientos indígenas asociados, especialmente como parte de procesos de investigación y desarrollo y de la aplicación de biotecnología. Se asocia también a invenciones protegidas por derechos de propiedad intelectual (en especial patentes) que, directa o indirectamente, incorporan estos componentes o conocimientos indígenas obtenidos sin el consentimiento o autorización de sus titulares”.

Este proceso de apropiaciones, a veces disimulado y a veces público, se pierde en la noche de los tiempos. En 1876, el inglés Henry Wickham sacó de Brasil semillas del árbol del caucho y las llevó a las colonias británicas en Malasia. Los árboles prosperaron, y luego de algunas décadas Malasia se convirtió uno de los principales exportadores de caucho del mundo, arruinando a la economía amazónica, basada en esa materia prima. Como recompensa, Wickham fue nombrado caballero por el rey Jorge V.

Otro caso fue el de la quinina, sustancia derivada del árbol de la chinchona, originario de América y utilizada para el tratamiento de la malaria. Sus propiedades ya eran conocidas en Europa desde el siglo 16. Pero la fuerte demanda de quinina hizo que la planta casi se extinguiera. En 1865, el inglés Charles Ledger contrabandeó la planta y la llevó a Java. Paradójicamente, esta acción salvó a la planta de la extinción, y hacia principios del siglo 20 más del 95% de la quinina del mundo provenía de aquella isla.

El principal problema que enfrentan los países víctimas de biopiratería surge a partir del establecimiento de leyes de patentamiento —sobre especies animales y, en especial, de vegetales— en los países desarrollados. En 1992, por ejemplo, Perú no pudo presentar la forma de extraer el componente activo de la planta uña de gato en la feria en Sevilla (España), porque un laboratorio alemán ya tenía una patente.

Robo a la India
Las cualidades nutritivas y curativas del neem (Azadirachta índica) de la India, conocidas desde hace siglos, han hecho que recibiera el nombre sánscrito de Sarga Rova Nimarini (sanador de toda enfermedad) y que fuera llamado por la tradición musulmana como Shajar-e-Mubarac (árbol bendito). En efecto, su savia, pulpa, madera, semillas y hojas se utilizan desde tiempos inmemoriales para el tratamiento de enfermedades tan variadas como la lepra, diabetes, úlcera, resfriados y los problemas de piel. Sus ramitas también se usan como cepillo de dientes antiséptico; su aceite se usa para la preparación de pasta de dientes y jabón, y las mujeres hasta lo usan de forma externa como anticonceptivo, por sus propiedades espermicidas.

Todo esto era conocido también por los occidentales que comerciaban en la India. En 1971, el empresario maderero norteamericano Robert Larson comenzó a importar semillas de neem a los Estados Unidos y en los años siguientes, realizó pruebas sobre la capacidad plaguicida de ese árbol. Luego sucedió lo previsible: en 1985 el Organismo para la Protección del Ambiente (EPA) autorizó la patente sobre un plaguicida, que fue bautizado como Margosan-O. Tres años después, Larson vendió la patente al laboratorio internacional W.R. Grace and Co. Y desde entonces, más de una docena de empresas de los Estados Unidos y de Japón patentaron en los Estados Unidos, fórmulas de soluciones y emulsiones basadas en el neem.

La justificación que hace W.R. Grace para el patentamiento se basó en lo novedoso del procedimiento de extracción del principio activo. Una idea insostenible, ya que la extracción de los componentes curativos del neem forma parte del conocimiento cultural del pueblo indio desde hace siglos. Precisamente ésta fue la razón por la cual la India no aceptó patentar el neem en 1968.

Finalmente, luego de décadas de presiones internacionales sobre el tema y de una demanda presentada en 1995 por la Research Foundation for Science, Technology and Natural Resource Policy de Nueva Delhi, en 2001 se revocaron las patentes sobre el neem, con el apoyo del bloque Verde del Parlamento Europeo y la Federación Internacional de Movimientos de Agricultura Biológica (IFOAM).

A la defensiva
Tulio Medina es un especialista peruano del Instituto Nacional de Investigación
Agraria (INIA) y participó en un reciente trabajo de campo de cinco años. Durante la investigación, se pudieron registrar más de 3.000 variedades de plantas para tratar de defenderlas de la biopiratería al patrimonio biológico peruano. Así Medina describió esa tarea: “Lo que estamos haciendo es un registro, que involucra acciones de investigación. Los cinco años fueron solamente para la recopilación de información en las comunidades de agricultores que trabajan precisamente con las variedades tradicionales de los cultivos nativos del Perú. Una de las metas es fortalecer los reclamos ante organismos internacionales, y que sea una referencia oficial y válida a nivel internacional”, sostuvo.

Sin dudas se trata de una acción defensiva. Una suerte de “abrir el paraguas”, antes de que otra lluvia imprevista reedite otro patentamiento ilegal, como el ya sufrido con la maca. “Es un camino grande y ambicioso porque precisamente, a nivel internacional, todo reclamo anterior resulta oneroso. Entonces nuestra propuesta es que —a futuro— sirva de referencia obligatoria; y para ello se requiere cumplir con una serie de requisitos normados en la legislación internacional de la cual el Perú es signatario, como el Convenio de Diversidad Biológica”, agregó.

Cuando se le preguntó a Medina si cree que hay en los países poderosos voluntad de respetar los derechos de los países del Sur en estos temas, su respuesta fue terminante: “No, la prueba es que Estados Unidos no ha firmado el Convenio de Diversidad Biológica”, enfatizó. Respecto de la Unión Europea, su percepción está matizada: “su posición es más cercana a respetar los derechos de los países del Sur, pero para ello hay que ceñirse a las reglas de juego vigentes hechas por ellos; es decir, desde la perspectiva de una visión reduccionista de ‘poca diversidad’, no solamente biológica, sino también cultural”, concluyó.