Durante los dos últimos años, la Argentina
firmó acuerdos de cooperación internacional vinculados con patentes y
propiedad intelectual con Japón, Estados Unidos y, recientemente, con la
Unión Europea. ¿Cómo impactan en el desarrollo local y en sectores como
el de medicamentos?
Agencia TSS — Los derechos de
patentes y propiedad intelectual surgieron en el siglo XVIII con el
espíritu de incentivar a inventores e innovadores a generar nuevos
descubrimientos. Por eso, se los premiaba otorgándoles un permiso de
exclusividad para su comercialización por un tiempo determinado, es
decir, un monopolio temporal. Una vez concluido ese período, el
descubrimiento debería pasar al dominio público para que la sociedad se
beneficie de él.
Este concepto subyace detrás de cada patente otorgada hasta la
actualidad e implica una excepción frente a la libre circulación del
conocimiento. Por eso, los criterios de otorgamiento han variado de
acuerdo con las características de cada época y las necesidades de
desarrollo industrial o tecnológico de cada país, y lo siguen haciendo
en el contexto del comercio global.
En la Argentina, durante los últimos meses, el Instituto Nacional de Propiedad Intelectual (INPI), firmó acuerdos de cooperación con la Oficina de Patentes Europeas (EPO, por su sigla en inglés) y de entendimiento con la Oficina de Propiedad Intelectual de la Unión Europea (EUIPO).
En ambos casos, el objetivo es similar: realizar un intercambio de
personal experto e intercambiar conocimientos e información.
También se firmaron acuerdos similares con Iberoamérica (España y
Portugal), China, Dinamarca y con la misma Oficina Mundial de Propiedad
Industrial (OMPI), además de los Programa Piloto de Procedimiento Acelerado de Patentes (PPH, por su sigla en inglés) suscriptos con Estados Unidos y Japón,
que buscan agilizar la aprobación de solicitudes de patentes de los
países involucrados, pero dejan en clara desventaja a aquellas
presentadas por investigadores e innovadores argentinos o de otros
países no incluidos en ellos, que seguirán atravesando el proceso de
aprobación actual —que suele demorar años—, más estricto y con criterios de evaluación diferentes.
En todos estos acuerdos se incluyen capacitaciones a los examinadores
locales, en las que imparten métodos y conceptos propios de los otros
países. ¿Qué significa esto para el desarrollo local? Algunos
especialistas consideran que estas capacitaciones pueden impulsar
modificaciones, primero en los evaluadores y, potencialmente —y de la mano de otros acuerdos regionales—,
en el sistema de patentamiento en sí mismo, de acuerdo con los
requerimientos de los países más desarrollados, que ya comenzaron a
capacitar a quienes se ocupan de revisar y aprobar los pedidos de
patentes que ingresan al país.
Los derechos de patentes, al ofrecer privilegios de monopolios
temporales, permiten que los precios de los medicamentos sean elevados,
limitando su acceso, además de que suelen favorecer a los grandes
conglomerados mundiales, lo que suele frenar el desarrollo de una
fabricación local de fármacos que ofrezca alternativas para el sistema
de salud pública de un país. “Estas medidas atentan contra el acceso a
los medicamentos y corresponden a una sobrevaloración del derecho a la
propiedad sobre el derecho fundamental a la salud”, cuestiona José María
Di Bello, secretario de la Fundación Grupo Efecto Positivo (GEP),
una organización civil que busca mejorar la calidad de vida de las
personas que viven con VIH/SIDA e influir en el debate público sobre
temas de propiedad intelectual desde una perspectiva basada en los
derechos humanos. “Desde que asumió el nuevo presidente del INPI —Dámaso Pardo—
se ha intentado privilegiar la entrega de exclusividades sobre los
estándares que teníamos fijados en la Argentina”, dice Di Bello.
Por el contrario, Gustavo Sena, director del estudio de abogados y agentes de propiedad SBM,
si bien advierte que es necesario considerar cada acuerdo en particular
y reconoce la necesidad de cuidar que “no te aten o te conviertan en
una especie de sucursal de las oficinas extranjeras”, considera “no es
un tema tan dramático, ya que en el caso de que haya algún exceso
siempre queda la vía de plantearlo administrativamente e incluso
judicialmente. Pero si hay una oficina de patentes que está mucho más
avanzada que la mía, que ya ha analizado todo lo vinculado con la
novedad y ha determinado o dictaminado que ésta existe y no hay
antecedentes oponibles que puedan obstaculizar la concesión de la
patente, ¿para qué la voy a investigar? Es perder el tiempo, lo que no
significa que no deje a salvo las cuestiones y características propias
del sistema argentino”.
Este especialista, que además fue el presidente de Asociación Argentina de Agentes de la Propiedad Industrial (AAAPI)
entre 2002 y 2006, y antes había sido miembro de su comisión directiva
durante diez años, considera que la formación “es positiva”. En este
sentido, dice: “No voy dejar de aprender y cotejar la forma en que
trabajan otras oficinas, por cosas que quizás no rigen en el país. Es
bueno escuchar por qué en los otros países los segundos usos médicos son
patentables, por ejemplo, y cotejarlo con los principios que hacen que
no lo sean en Argentina”.
Sobre este tema, Di Bello recuerda las guías de patentabilidad
incluidas en la resolución Conjunta del Ministerio de Salud y de
Industria (118/2012, 546/2012 y 107/2012) mediante las cuales se definen
criterios específicos para la industria farmaceútica, que, por ejemplo,
permitieron que en el año 2015 el laboratorio local Richmond fabricara
la droga Sofosbuvir para el tratamiento de la hepatitis C, que
justamente tiene una solicitud de patente pendiente de aprobación,
apelando al denominado segundo uso médico.
“Este principio activo ya existía hacía muchos años y se usaba como
tratamiento para el VIH, y justamente en su utilización en pacientes con
co-infección de hepatitis C se descubrió que sirve también para ella.
Entonces, la multinacional Gilead-Gador compró la patente y empezó a
tratar de patentarla en todo el mundo. Así las multinacionales hacen un
uso de la exclusividad monopólica y ponen precios muy altos”,
ejemplifica Di Bello y recuerda que, en el año 2015, cuando la Argentina
quiso comprar esta droga para los 1.200 pacientes con hepatitis C en
etapa terminal (en total se estima que existen 400.000 personas con esta
infección), el valor del tratamiento de 12 semanas por parte del
laboratorio multinacional Gilead-Gador fue de 8.200 dólares, mientras
que el del laboratorio local Richmond fue de 1.960 dólares.
Gilead-Gador ha pedido que se reconozca la patente por este segundo
uso de la droga pero como las guías locales no lo permiten, su
aprobación todavía sigue en análisis. Pero ahora, “la estrategia es que
los criterios sean mucho más fexibles”, insiste el activista y agrega
que, además, en Estados Unidos se entregan patentes con facilidad pero
allí también es sencillo recurrir a lo que se conoce como salvaguardas
de salud, “algo que para los demás países es más complicado, que son las
licencias obligatorias”. Es decir, una licencia que obliga a suspender
el derecho de exclusividad y permite que todos puedan producir y vender
un determinado producto para cubrir una necesidad urgente de salud.
“El gran tema de discusión es sobre la idea que quieren instalar los
grandes laboratorios acerca de que necesitan invertir tanto dinero para
un nuevo desarrollo y por eso los precios que hay que pagar son tan
altos, cuando no es así”, afirma Di Bello. “Muchas veces usan los mismos
principios activos y se vuelven a patentar, y lo que no es negocio no
se hace. Un caso emblemático en VIH es que no se fabrican formulaciones
pediátricas porque no es redituable”.
Di Bello destaca la importancia y el rol de la sociedad civil para frenar este tipo de medidas, sin dejar de mencionar que están juntando firmas para que las compañías farmacéuticas multinacionales dejen de pedir la nulidad de las guías
y frenar el abuso que hacen del sistema de patentes. “Las enfermedades
desatendidas y las personas que mueren en el mundo que podrían haberse
evitado si hubiera habido acceso a los medicamentos nos llevan a
plantear que, si sigue la supremacía del derecho de propiedad por sobre
el derecho a la salud, estaremos conduciendo a la humanidad a un
genocidio”, concluye.