domingo, 6 de septiembre de 2015

Cuando las patentes frenan la innovación y creatividad

 

En 1970, Estados Unidos reconoció el potencial de la ciencia de los cultivos ampliando el alcance de las patentes en la agricultura. Se supone que las patentes recompensan la creatividad, así que deberían haber animado el progreso.
Sin embargo, pese a ofrecer protección extra, ese cambio y una ampliación adicional del régimen en los años 80 no condujo ni a más investigación privada sobre el trigo ni a un aumento en las cosechas.
En general, la productividad de la agricultura estadounidense continuó su suave ascenso, como lo había hecho antes. También en otras industrias, sistemas de patentes más fuertes parecen no haber conducido a más innovación. Eso en sí debería ser desalentador, pero la evidencia sugiere algo mucho peor. Se supone que las patentes propagan el conocimiento, obligando a sus poseedores a exponer su innovación para que todos la vean. A menudo no lo hacen, porque los abogados especializados en patentes son maestros de la ocultación.

En vez de ello, el sistema ha creado una ecología parasitaria de merodeadores y poseedores de patentes a la defensiva, quienes pretenden bloquear la innovación o al menos interponerse en su camino a menos que puedan quedarse con una parte del botín.
Un primer estudio concluyó que los recién llegados a la industria de los semiconductores tuvieron que comprar licencias a las empresas ya existentes por hasta 200 millones de dólares. Las patentes deberían producir brotes de innovación, pero en vez de ello son usadas para afianzar las ventajas de sus poseedores.
El sistema de patentes es costoso. Un estudio de hace una década estima que en 2005, sin el monopolio temporal que conceden las patentes, Estados Unidos se habría ahorrado tres cuartas partes de su factura de 210,000 millones de dólares por los medicamentos de prescripción. El gasto habría valido la pena si las patentes hubieran producido innovación y prosperidad, pero no fue así.
La innovación alimenta la abundancia de la vida moderna. Desde los algoritmos de Google hasta un nuevo tratamiento para la fibrosis quística, apuntala el conocimiento en la “economía del conocimiento”. El costo de la innovación que nunca ocurre debido al fallido sistema de patentes es incalculable.
La protección de las patentes se extiende a acuerdos como el planeado Acuerdo de la Asociación Transpacífico (TPP, por su sigla en inglés), que promete cubrir un tercio del comercio mundial. Sin embargo, el objetivo debería ser corregir el sistema, no generalizarlo más.
Una respuesta radical sería abolir por completo las patentes. Sin embargo, la abolición va en contra de la intuición de que, si una persona crea un medicamento o inventa una máquina, tiene derecho sobre su trabajo, al igual que lo tendría si construyera una casa. Si alguien se mudara a vivir en su sala de estar sin ser invitado, la persona se sentiría justificablemente agraviada. Así también aquellos a quienes les son robadas sus ideas.
No obstante, ningún derecho de propiedad es absoluto. Cuando los beneficios son lo suficientemente grandes, los gobiernos rutinariamente los ignoran captando dinero a través de la tributación, demoliendo casas para abrir paso a carreteras y controlando lo que uno puede hacer con sus terrenos. Alcanzar un equilibrio entre el derecho del individuo y los intereses de la sociedad es difícil. Con las ideas, sin embargo, el argumento de que el gobierno debería forzar a los dueños de la propiedad intelectual a compartir es especialmente firme.
Una razón es que compartir ideas no causará mucho daño al dueño de una propiedad como lo hace el compartir una propiedad física. Dos granjeros no pueden cosechar los mismos cultivos, pero un imitador puede reproducir una idea sin privar a su dueño del original.
La otra razón es que compartir aporta enormes beneficios a la sociedad. Estos se originan en parte en el uso más amplio de la propia idea. Si solo unos cuantos pueden permitirse pagar un tratamiento, los enfermos sufrirán, pese al costo trivialmente pequeño de realmente fabricar las píldoras para curarlos. Compartir también conduce a innovación extra. Las ideas se traslapan. Los inventos dependen de los primeros avances creativos. No habría jazz sin blues, ni iPhone sin pantallas táctiles.
Los signos indican que la innovación hoy gira menos en torno de los grandes avances totalmente novedosos y más en torno de la combinación inteligente y la extensión de las ideas existentes. Los gobiernos han reconocido desde hace tiempo que estos argumentos justifican los límites a las patentes. Sin embargo, pese a repetidos intentos de reformarlo, el sistema fracasa.

¿Se le puede hacer funcionar mejor?
Los reformadores deberían guiarse por una conciencia de sus propias limitaciones. Como las ideas son intangibles y la innovación es compleja, el propio Salomón encontraría difícil hacer adjudicaciones entre reclamaciones en conflicto.
Los agentes de patentes con recursos insuficientes siempre pasan apuros ante los abogados de patentes adinerados. A lo largo de los años, es probable que el régimen caiga víctima del cabildeo y los ruegos especiales. De ahí que un sistema de patentes claro y primitivo pero funcional es mejor que uno elegante pero complejo. En el gobierno como en la invención, la sencillez es una fortaleza.
Un objetivo sería vencer a los merodeadores y bloqueadores. Estudios han concluido que entre 40 y 90 por ciento de las patentes nunca son explotadas o concedidas en licencia por sus dueños. Las patentes deberían incluir una regla de “úsese o piérdase”, de manera que expiren si el invento no es llevado al mercado.
Las patentes también deberían ser más fáciles de recusar sin el gasto de un caso judicial a gran escala. La carga de las pruebas para anular una patente en tribunales debería reducirse. Las patentes deberían recompensar a quienes trabajaron duro en grandes y nuevas ideas, en vez de a quienes presentan el papeleo con base en un detalle menor. El requisito de que las ideas sean “no obvias” debería fortalecerse. No deberían concederse a Apple patentes sobre tabletas rectangulares con esquinas redondeadas. Twitter no debería merecer una patente sobre su función de actualizar recorriendo la columna de tuits hacia abajo.
Las patentes también duran demasiado. Una protección por 20 años quizá tenga sentido en la industria farmacéutica, porque poner a prueba un medicamento y llevarlo al mercado puede llevar más de una década. Sin embargo, en industrias como la tecnología de la información, el tiempo de la onda cerebral a la línea de producción, o la línea de programación, es mucho más corto.
Cuando las patentes se quedan rezagadas en relación con el ritmo de la innovación, las compañías terminan con monopolios en partes medulares de una industria. Google, por ejemplo, tiene una patente de 1998 sobre la clasificación de los sitios web en los resultados de búsqueda según el número de otros sitios que vinculan a ellos.
Aquí es inevitable cierta complejidad adicional. En las industrias de rápido movimiento, los gobiernos deberían reducir gradualmente la duración de las patentes. Incluso las empresas farmacéuticas pudieran vivir con patentes más breves si el régimen regulatorio les permitiera llevar más pronto los tratamientos al mercado y a menores costos anticipados. El régimen de patentes de hoy opera en nombre del progreso. Más bien obstaculiza la innovación. Es hora de corregirlo.

Con información de The Econimist.