En
1970, Estados Unidos reconoció el potencial de la ciencia de los
cultivos ampliando el alcance de las patentes en la agricultura. Se
supone que las patentes recompensan la creatividad, así que deberían
haber animado el progreso.
Sin
embargo, pese a ofrecer protección extra, ese cambio y una ampliación
adicional del régimen en los años 80 no condujo ni a más investigación
privada sobre el trigo ni a un aumento en las cosechas.
En general, la productividad de la agricultura estadounidense continuó su suave ascenso, como lo había hecho antes. También
en otras industrias, sistemas de patentes más fuertes parecen no haber
conducido a más innovación. Eso en sí debería ser desalentador, pero la
evidencia sugiere algo mucho peor. Se
supone que las patentes propagan el conocimiento, obligando a sus
poseedores a exponer su innovación para que todos la vean. A menudo no
lo hacen, porque los abogados especializados en patentes son maestros de
la ocultación.
En
vez de ello, el sistema ha creado una ecología parasitaria de
merodeadores y poseedores de patentes a la defensiva, quienes pretenden
bloquear la innovación o al menos interponerse en su camino a menos que
puedan quedarse con una parte del botín.
Un
primer estudio concluyó que los recién llegados a la industria de los
semiconductores tuvieron que comprar licencias a las empresas ya
existentes por hasta 200 millones de dólares. Las patentes deberían
producir brotes de innovación, pero en vez de ello son usadas para
afianzar las ventajas de sus poseedores.
El
sistema de patentes es costoso. Un estudio de hace una década estima
que en 2005, sin el monopolio temporal que conceden las patentes,
Estados Unidos se habría ahorrado tres cuartas partes de su factura de
210,000 millones de dólares por los medicamentos de prescripción. El gasto habría valido la pena si las patentes hubieran producido innovación y prosperidad, pero no fue así.
La
innovación alimenta la abundancia de la vida moderna. Desde los
algoritmos de Google hasta un nuevo tratamiento para la fibrosis
quística, apuntala el conocimiento en la “economía del conocimiento”. El costo de la innovación que nunca ocurre debido al fallido sistema de patentes es incalculable.
La
protección de las patentes se extiende a acuerdos como el planeado
Acuerdo de la Asociación Transpacífico (TPP, por su sigla en inglés),
que promete cubrir un tercio del comercio mundial. Sin embargo, el
objetivo debería ser corregir el sistema, no generalizarlo más.
Una
respuesta radical sería abolir por completo las patentes. Sin embargo,
la abolición va en contra de la intuición de que, si una persona crea un
medicamento o inventa una máquina, tiene derecho sobre su trabajo, al
igual que lo tendría si construyera una casa. Si
alguien se mudara a vivir en su sala de estar sin ser invitado, la
persona se sentiría justificablemente agraviada. Así también aquellos a
quienes les son robadas sus ideas.
No
obstante, ningún derecho de propiedad es absoluto. Cuando los
beneficios son lo suficientemente grandes, los gobiernos rutinariamente
los ignoran captando dinero a través de la tributación, demoliendo casas
para abrir paso a carreteras y controlando lo que uno puede hacer con
sus terrenos. Alcanzar
un equilibrio entre el derecho del individuo y los intereses de la
sociedad es difícil. Con las ideas, sin embargo, el argumento de que el
gobierno debería forzar a los dueños de la propiedad intelectual a
compartir es especialmente firme.
Una
razón es que compartir ideas no causará mucho daño al dueño de una
propiedad como lo hace el compartir una propiedad física. Dos granjeros
no pueden cosechar los mismos cultivos, pero un imitador puede
reproducir una idea sin privar a su dueño del original.
La
otra razón es que compartir aporta enormes beneficios a la sociedad.
Estos se originan en parte en el uso más amplio de la propia idea. Si
solo unos cuantos pueden permitirse pagar un tratamiento, los enfermos
sufrirán, pese al costo trivialmente pequeño de realmente fabricar las
píldoras para curarlos. Compartir
también conduce a innovación extra. Las ideas se traslapan. Los
inventos dependen de los primeros avances creativos. No habría jazz sin
blues, ni iPhone sin pantallas táctiles.
Los
signos indican que la innovación hoy gira menos en torno de los grandes
avances totalmente novedosos y más en torno de la combinación
inteligente y la extensión de las ideas existentes. Los
gobiernos han reconocido desde hace tiempo que estos argumentos
justifican los límites a las patentes. Sin embargo, pese a repetidos
intentos de reformarlo, el sistema fracasa.
¿Se le puede hacer funcionar mejor?
Los
reformadores deberían guiarse por una conciencia de sus propias
limitaciones. Como las ideas son intangibles y la innovación es
compleja, el propio Salomón encontraría difícil hacer adjudicaciones
entre reclamaciones en conflicto.
Los agentes de patentes con recursos insuficientes siempre pasan apuros ante los abogados de patentes adinerados. A
lo largo de los años, es probable que el régimen caiga víctima del
cabildeo y los ruegos especiales. De ahí que un sistema de patentes
claro y primitivo pero funcional es mejor que uno elegante pero
complejo. En el gobierno como en la invención, la sencillez es una
fortaleza.
Un
objetivo sería vencer a los merodeadores y bloqueadores. Estudios han
concluido que entre 40 y 90 por ciento de las patentes nunca son
explotadas o concedidas en licencia por sus dueños. Las patentes
deberían incluir una regla de “úsese o piérdase”, de manera que expiren
si el invento no es llevado al mercado.
Las
patentes también deberían ser más fáciles de recusar sin el gasto de un
caso judicial a gran escala. La carga de las pruebas para anular una
patente en tribunales debería reducirse. Las
patentes deberían recompensar a quienes trabajaron duro en grandes y
nuevas ideas, en vez de a quienes presentan el papeleo con base en un
detalle menor. El requisito de que las ideas sean “no obvias” debería
fortalecerse. No
deberían concederse a Apple patentes sobre tabletas rectangulares con
esquinas redondeadas. Twitter no debería merecer una patente sobre su
función de actualizar recorriendo la columna de tuits hacia abajo.
Las
patentes también duran demasiado. Una protección por 20 años quizá
tenga sentido en la industria farmacéutica, porque poner a prueba un
medicamento y llevarlo al mercado puede llevar más de una década. Sin
embargo, en industrias como la tecnología de la información, el tiempo
de la onda cerebral a la línea de producción, o la línea de
programación, es mucho más corto.
Cuando
las patentes se quedan rezagadas en relación con el ritmo de la
innovación, las compañías terminan con monopolios en partes medulares de
una industria. Google, por ejemplo, tiene una patente de 1998 sobre la
clasificación de los sitios web en los resultados de búsqueda según el
número de otros sitios que vinculan a ellos.
Aquí
es inevitable cierta complejidad adicional. En las industrias de rápido
movimiento, los gobiernos deberían reducir gradualmente la duración de
las patentes. Incluso las empresas farmacéuticas pudieran vivir con
patentes más breves si el régimen regulatorio les permitiera llevar más
pronto los tratamientos al mercado y a menores costos anticipados. El régimen de patentes de hoy opera en nombre del progreso. Más bien obstaculiza la innovación. Es hora de corregirlo.
Con información de The Econimist.